Las caribeñas islas Turcas y Caicos, bajo soberanía
británica, no cesan de apresar con periodicidad a centenares de viajeros
indocumentados en alta mar para retornarlos a su lugar de origen que es Haití
en ejercicio del mismo derecho que invoca República Dominicana para impedir que
su territorio sea críticamente sobrepasado en capacidad material y de control
social para sustentar a más pobladores llegados del exterior.
Y a pesar de la arrogancia con que una dependencia de ONU exige aceptación ilimitada de refugiados que sufren persecuciones en su lar nativo (difíciles de diferenciar de los que se desplazan sin ese motivo) Estados Unidos declaró absolutamente inadmisible en sus dominios a todo haitiano que en navegación subrepticia se le acerque.
Se les captura y da la vuelta automáticamente mientras otros centenares de la misma nacionalidad se agolpan en esperas de poquísimos resultados de traspasar la frontera sur con México.
El único hostil expediente internacional contra
repatriaciones aplicadas desde todos lados ha sido formulado contra República
Dominicana, donde la incompatibilidad con advenedizos se acerca a lo trágico;
como lo demuestra el hecho de que en el populoso barrio santiaguero de San José
los dominicanos amenacen con violentarse para echar fuera a numerosos haitianos
allí asentados.
Chocan con sus costumbres y convivencia y relacionan a muchos
de ellos a pandillas lanzadas a una ola de robos ante vacilantes autoridades
locales a las que habría que culpar en parte, si corre sangre.
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